josefina Abara
arte - educación - psicoanálisis
Texto curatorial EL COLOR DEL SUR 2019 / Concurso nacional de pintura / CAMM, PUERTO VARAS
DIECIOCHO ESTADOS DEL PAISAJE
Sobre si el color existe sólo para ser visto
O acaso el sur es un imaginario. Geografías inalcanzables de lugares que no vimos
pero alguna vez olvidamos. Que si al verlos permanecen o se extinguen para volver.
Sobre si acordamos un sur en común, o si puede existir sin un norte.
¿Cómo encontrar el color en la velocidad del viento? ¿Cuál es el complementario en la
profundidad del mar? ¿Cuánto satura la temperatura del volcán?
Pareciera necesario poder preguntarnos hoy, desde dónde nos posicionamos para ser,
imaginar o hablar de sur y cuál es su potencial alcance. Cada obra, apunta desde o hacia el
sur en un punto cardinal diferente. Si trazáramos esas líneas en el mapa, se podrían leer los
entramados que construyen esta constelación de saberes y emplazamientos. El conjunto de
dieciocho obras de El Color del Sur 2023, implican la co-creación de un relato colectivo que
valida nuevos imaginarios comunes de nuestro sur.
Al poner en relación estos elementos, se amplían los horizontes sobre lo que consideramos
entorno; lo propio, lo ajeno, lo común y lo distinto. Se van difundiendo las fronteras de un
mapa que ha sido trazado autoritaria y previamente con rutas, márgenes, desviaciones, y
transformaciones estratégicas que muchas veces han ido al desmedro de la cohesión y
soberanía territorial. Las narrativas que se desprenden de estas imágenes, en cambio,
sugieren la rehabilitación de un lugar común (psicosocial, geográfico y arquitectónico), que se
puede pensar como una cartografía cultural de afectos, relaciones y otras formas de habitar en
un ecosistema sensible.
Sobre si el sur quisiera ser pintado o tal vez restaurado. Si se identifica con los bordes
inventados o se resiste en la marea. ¿Qué sentido tiene la representación del sur hoy, si no es a
través de la estética del fragmento?
Sobre la memoria de los pueblos borrados y la paleta del porvenir. Una justicia orgánica que no
será roja, sino de negro cromático, como el vacío del todo, del devenir brotando.
En ese sentido, la imagen deviene paisaje. Como si paisaje fuera lo que en conjunto podemos
reconocer y validar como mismo entorno. Un lugar en común que concebimos comunitario
porque hay un consentimiento de cómplice verificación con la realidad compartida. Nos
confirma que sí, lo he visto antes, lo escuché, lo veo, puedo tocarlo. De esta manera, la piel
como nuestro límite radical con el afuera y el diálogo con “lo otro”, está determinado entonces
por una interacción intrínsecamente relacional. El paisaje no existe si no es percibido, si no es
vinculado a imaginarios. Es como la luz en relación a la existencia del color. Es tal vez ese
momento donde surge un paisaje; cuando la piel como frontera del cuerpo interactúa con la
otredad.
¿Es el rojo del Notro el mismo de los picorocos? ¿Qué sabe el huiro sobre cabellos de sirena?
Sabrán quienes cocinan bajo tierra el fruto marino, sabrá a misterio la neblina densa, el vapor
del cocimiento o el humo de tus leños en la veladura del momento.
Tradicionalmente se ha entendido el paisaje como encuadre, una selección de lo que vemos.
Si bien la historia de la pintura ha superado la representación del paisaje a modo de mímesis,
aquí quisiera aproximarme a una superación de la era ojocentrista. Es necesario ampliar las
esferas de la percepción hacia una comprensión más inclusiva. Que nos permita entender esta
muestra como dieciocho estados del paisaje que son para estar y no solo mirar. Materias a
disposición para pintar lo que no se ve, o lo que no deja ser visto.
Ventanas, que dan la posibilidad de reflejarse en el vidrio, espiar, abrir o incluso salir por ellas.
Un paisaje-objeto de postal a modo de paraíso no le hace honor al múltiple y cambiante
carácter del sur. No es un paisaje para ser consumido ni preservado pretensiosamente por su
obvia belleza. Tal vez el sur no quiera ser visto como tesoro en vitrina y quiera ser tocado. ¿Es
el contacto la primera señal del rescate? Recuperado no solo desde la ecología de recursos
naturales, sino también desde una ecología de recursos afectivos. Así como el bosque nativo
se autosostiene en su ecosistema de especies diversas, podríamos desear una red nativa que
supone un ecosistema de cuidado mutuo en la valoración de la diversidad humana; siendo
más bosque.
La divergencia de las propuestas expuestas nos sitúan en un mundo reconocible pero que a su
vez erotizan las agotadas y utópicas nociones de paisaje y naturaleza que hemos construido.
Hay disposiciones erráticas, quebradas y oscuras exponiendo órganos, planteando un sur que
posa con las venas abiertas para ser interpretado e interpelado.
Y si las piedras pudieran hablarnos de cambios,
si pudiéramos dimensionar el impacto erosivo del agua tocando la piedra por un segundo.
Testigos las piedras que ven correr el tiempo estirado, dejándose estirar.
¿Qué pigmento erosiona el flujo de un río? ¿Y si la montaña se pudiera voltear hacia otro lado?
La masa del cuerpo, el cuerpo de obra,
el cuerpo del pan, el cuerpo del mapa.
La herida colonial en el campo que cura.
¿Qué recuerdos tiene un charco?
Resisten los oficios ancestrales a erosiones de otro tipo.
La naturaleza está ahí pero el paisaje no es dado.
Entre constantes flujos migratorios, hídricos, sociales, culturales y ambientales, la masa respira
latente y las manos sudan moldeando un presente nostálgico. Un sur como estado, de alerta o
entrega vulnerable que da la oportunidad para ser tocado sin consumirlo, merece soberanía
imaginaria. Articular y difundir estos imaginarios hoy, implica hacer más difusas las fronteras
territoriales y cohabitar nuestra geografía desde una cultura más sensible, crítica y
participativa. Si no nos queda tierra, aún nos queda imagen.